Un saludete,
Alex
El cálido sol se encontraba en lo más alto del cielo,
regando con su luz toda la Savannah. El joven cachorro de león se encontraba
dormido panza arriba a su cálida luz, con la tranquilidad que le daba saber que
su madre no se hallaba lejos para cuidar de él en lo que fuera necesario. Así
ronroneaba plácidamente, hasta que notó una molestia en su pequeño hocico.
Sacudió levemente su naricilla intentando aliviarla, y al no dar resultado
abrió lentamente uno de sus ojos para investigar lo que estaba sucediendo. ¿Qué
era aquello que estaba viendo? Abrió ambos ojos de par en par y,
bizqueando, vio un pequeño ser con unas
grandes alas de mil colores posado en la punta de su nariz. Su naturaleza
depredadora y su curiosidad hicieron que se revolviera para intentar atrapar
aquella mariposa, pero los movimientos erráticos de ésta en el aire hacían que
el aún demasiado pequeño león no fuera capaz de atraparla. De todas maneras, el
cachorro siguió a la mariposa en su afán cazador, disfrutando de aquel momento
como si estuviera jugueteando con su madre.
Así continuó durante un buen rato, hasta que la mariposa se
internó en un pequeño bosque y decidió alzar el vuelo y alejarse de las garras
de su torpe perseguidor. El cachorro se sentó sobre sus cuartos traseros y
observó la mariposa alejarse hasta que un ruidito emergió de su tripa... Con
tanto ejercicio ¡le había entrado hambre! Pero ¿dónde se encontraba? Miró a su
alrededor y no encontró nada que le resultara familiar. El ruido empezaba a ser
un poco molesto, así que decidió encontrar algo que comer y luego volver junto
a su mamá... Total, seguro que no estaría muy lejos.
Olfateó el aire tal y como le habían enseñado en busca de
una presa, pero fue su oído lo que le señalo una posible fuente de comida. Un
crepitar en la base de un árbol cercano indicaba la presencia de algún
suculento manjar. Como le dijo su madre que debía hacer, se agazapó y avanzó
sigilosamente hacia la fuente del ruido y, cuando estuvo lo suficientemente
cerca, saltó sobre su almuerzo. Apartó una de sus patitas para poder ver cuál
había sido la recompensa de su buen hacer. Bajo ella se encontraba un pequeño
roedor que temblaba sin parar. No es mucho, pensó, pero suficiente para saciar
su hambre.
Y mientras abría su boca para engullirlo, un vocecita le
dijo "¡No me coma, poderoso león, tengo una camada que alimentar, y si me
come, todos mis retoños morirán!" Aquellas palabras hincharon el orgullo
del joven cachorro, ¡alguien que veía en él un poderoso león! "Eztá bien,
te perdonaré la vida, pezqueño roedor, pero la prózima vez no zeré tan
bueno". Y con estas palabras soltó al ratoncillo, que se alejó rápidamente
entre palabras de gratitud.
El cachorro comenzó a caminar con la cabeza bien alta y el
pecho henchido de orgullo, regocijándose en su acción, hasta que el sonido de
sus tripitas le volvió a recordar por qué había capturado aquel ratón. Debía
encontrar un sustituto de aquel bocado que había dejado escapar. Y parecía que
la suerte estaba de su parte. Un poco más adelante podía ver a un pajarillo tendido
en el suelo que no paraba de piar. El pájaro movía frenéticamente una de sus
alas, pero la otra daba la impresión de estar rota, pues cada vez que intentaba
moverla el piar sonaba como un lamento. ¡Más fácil sería cazar su comida! Se
acercó sin ocultarse al pájaro, consciente de que éste no podría huir aunque
quisiera, y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, abrió de nuevo toda la
boca para, esta vez sí, darse un festín. "¡No me coma, poderoso león, en
aquella rama está mi nido, con mis huevos esperándome para que les de calor y
proteja de las malvadas serpientes y pájaros de rapiña, y si me come no habrá
nadie para protegerlos!", pió el pajaro. "¡Ezto debe zer una
broma!", rugió el cachorrito. "Si me perdona la vida y me ayuda a
llegar a la rama de la que caí, le estaré eternamente agradecido", replicó
el pequeño ave.
El leoncito alzó la mirada y vio el nido. La rama sobre la
que descansaba se encontraba nada más que a un salto de sus patitas, así que
decidió coger con cuidado al pájaro en su boca, cogió un poco de impulso y,
tras colgarse de la rama, dejó al pájaro junto a sus huevos. Y se marchó
mientras oía piar con gratitud y alegría al que ya no sería su almuerzo.
Empezaba a estar cansado de aquella situación. Cada vez
tenía más y más hambre. Y cuando lo daba todo por perdido, ¡allí estaba la
solución a todos sus males! Frente a él se hallaba un conejito muerto hace no
mucho, por el olor que desprendía. Esta vez no podría llorar por su vida,
¡merienda asegurada! Se acercó corriendo a por su presa y le pegó un bocado
enorme, seguido de unos cuantos más. Le estaba sabiendo a gloria. "Pero,
¿qué tenemos aquí? ¡Un ladronzuelo se está comiendo nuestra merienda!" El
leoncito se dio la vuelta y vio a dos hienas acercándose a donde él estaba. El
miedo empezó a atenazar todo su cuerpo. Era incapaz de moverse, y aquellas
hienas estaban cada vez más y más cerca, con constantes babas surgiendo de su
boca. "No es mucho, pero más que una liebre para los dos..."
Y justo cuando estaban a punto de pegar el mordisco letal al
cachorro, una lluvia de pequeños frutos y piedras empezó a caer sobre las
hienas. "¡Pero qué demonios...!" Los proyectiles no dejaban de
golpearlas por todas partes, resultando especialmente dolorosos los que
impactaban en sus rostros. El leoncito no daba crédito a lo que estaba pasando.
Hacía tan sólo un segundo estaba a punto de ser el alimento de aquellas dos
hienas y ahora algo estaba arrojando cientos de cosas sobre ellas evitándolo,
algo como ¡ratones! Decenas de ratones se encontraban sobre su cabeza arrojando
de todo sin cesar. Aprovechando aquella inesperada circunstancia comenzó a
correr huyendo de sus depredadores, pero estos, al darse cuenta de lo que
pretendía, lo persiguieron a pesar de seguir siendo la diana de todo lo que
caía.
Tras unos cuantos metros, lejos ya de la lluvia de frutos,
las hienas dieron alcance al joven león y lo acorralaron contra una gran roca.
"¿En serio pensabas que podrías huir de nosotros con esas patitas tan
cortas?" El cachorro sabía que aquello era el fin, nada podía impedir ya
que fuera devorado. Cerró los ojos a la espera del golpe final, esperando que
fuera rápido y no le doliera. Pero en lugar de eso, oyó un rugido y sonido de
pelea. Con temor abrió los ojos para comprobar cómo su madre se había abalanzado
sobre las dos hienas, mordiendo fuertemente a una mientras golpeaba con sus
fuertes garras a la otra. No podía creer lo que estaba pasando. Surgida de la
nada, ¡su madre le había salvado la vida!
Las hienas consiguieron zafarse de la enfurecida madre, no
sin llevarse grandes heridas de recuerdo. La leona se acercó a su cría y la
examinó, comprobando que no había sufrido daño alguno. "¿Estás bien?
Espero que todo esto te haya servido de lección...", dijo la leona.
"Sí, mamá. Pero ¿cómo me has encontrado? ¿Cómo supiste que estaba en
peligro?", preguntó el cachorro. "Tienes unos curiosos
amiguitos...", replicó su madre, señalando con el hocico a un pajarillo
que revoloteaba encima de ellos. "Ahora cuéntame todo lo que ha
pasado".
Y con entusiasmo el cachorro relató todo lo que había
pasado, desde que se despertara por la mariposa que se posó sobre su naricilla
hasta que su madre la rescató de la muerte. Y la leona, en gratitud a las
criaturas de aquel pequeño bosque que habían salvado la vida de su cachorro, prometió
que ni ella ni ningún otro león cazaría a los habitantes de aquel lugar, si no
a aquellos que lo intentaran.
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