domingo, 31 de mayo de 2009

Capítulo tres

Bueno, a petición popular (jejeje) pongo la tercera parte del relato, que ya casi parece un cuento corto por su extensión xD

¡Sed buenos con el escritor, que no tiene culpa de nada!

Gracias por estar ahí y darme aliento para continuar. Siempre estaréis en mi corazón.

Alex






Pasó la siguiente hora totalmente absorto contemplando aquella luz, sin pensar en nada, sólo disfrutando de aquel instante en aquella hondonada, sin nadie que les molestara. Pero llegó el momento en que el presente volvió a su mente. Antes o después tendría que volver a casa, pero ¿qué pasaría con aquella luz? Quizás podría ocultarla en alguna lámpara, pero no sería apropiado para la luz. ¿Guardarla en una caja? ¡Sería como encarcelarla! No, debía encontrar una solución. Decidió que debía meditar más sobre qué hacer, y que desde luego, fuera cual fuera su decisión, no podría tomarla allí, así que buscó en su cinto por una bolsa en la que normalmente guardaba las pocas monedas que conseguía y que ahora mismo estaba vacía, la desenganchó y la abrió lo máximo que pudo, hasta casi romper su abertura. “Permíteme que te oculte aquí, hermosa luz, pues dudo mucho que nadie que te vea pueda por menos que huir atemorizada ante tu claridad en la noche, creyendo por error encontrarse ante un ser de la noche. Y hadas y duendes no están muy bien vistos, me temo.” Con toda la delicadeza de la que fue capaz, dejó caer a la fuente de la claridad en la bolsita, tras lo cual la cerró, pero no del todo, sólo lo suficiente como para que ningún brillo escapara y llamara de manera desafortunada la atención de nadie. “Espero que no te pase nada ahí dentro.” Aseguró la bolsa de nuevo al cinto y, sin nada más que recoger, emprendió el viaje de regreso al pueblo.

El camino era aún largo, y tendría mucho tiempo para pensar antes de llegar a su casa. ¿Qué podría hacer? En la aldea donde vivía era un sitio bastante sencillo. Carecía de escuela y qué decir de librería o algún otro lugar donde consultar. Quienes querían y podían estudiar debían desplazarse lejos, a la gran ciudad, a muchos kilómetros de allí, para intentar acceder a alguno de esos maravillosos lugares donde formaban a médicos, magistrados y otras personas de saber. No, la humildad de su familia no le podía costear algo así. Y en el fondo tampoco lo deseaba. Si bien la labor en el campo le resultaba tan dura como a cualquier otro, no le era desagradable. A demás, le permitía disfrutar de la claridad del campo en noches como aquella, y de la calmada soledad de los caminos que conducían a los montes y, más allá, a su pueblo. Si hubiera nacido con el don de la creatividad, seguramente habría sido un gran artista, en cualquiera de sus ramas, pero no fue así. Era un soñador, dotado de una gran imaginación que le permitía viajar más allá de los límites de las tierras que conocía, visitar otros reinos y vivir grandes aventuras que, por desgracia para él, jamás llegarían a hacerse realidad. Porque todo aquello que tenía de imaginación, él creía tenerlo también de realista, negándose a sí mismo una vida distinta de la que llevaba y de la que todo el mundo le decía que debía ser. Por esa razón, sólo se permitía soñar en aquellas noches, lejos de la realidad a la que estaba atado, lejos de cualquier vestigio de lo que era su vida.

La aldea era pequeña, demasiado quizás, pero aún así contaba con un médico, una persona muy sabia según había oído a sus mayores. Contaban que una vez curó a toda una comarca de un mal que adolecían todos los que en ella vivían, y que si no hubiera sido por su saber, seguramente todos ellos estarían muertos. No estaba seguro de qué es lo que hacía una persona con aquellos conocimientos en un pueblecito tan pequeño, pero agradecía que fuera de ese modo, pues gracias a él, su madre había conseguido sobrevivir al nacimiento de su pequeña hermana. Aún así, las malas lenguas y los envidiosos murmuraban que se había negado a asistir a un joven noble a curar su mal y que por aquella razón había sido expulsado de la gran ciudad. Sí, parecía buena idea preguntarle qué debía hacer con aquella luz.

Así, decidió poner rumbo a la casa del médico. Esta se encontraba a las afueras de la aldea, a poco más de un kilómetro de ella, en una pequeña colina desde la cual se podía contemplar toda la extensión del resto de las casas que la componían. Aligeró lo que pudo el paso, pues quería mostrarle cuanto antes la luz y así saber cuanto antes qué hacer. Tras poco más de media hora de zancadas, llegó a la ladera de la colina. Pudo ver que había luz en las ventanas de la casa, señal de que el médico se encontraba en casa y, por suerte, despierto. Resuelto, se dirigió a la entrada y golpeo tímidamente la puerta. El médico le imponía un gran respeto. Justo cuando se proponía llamar más fuerte a la puerta, ésta se abrió ante él y una figura de mediana estatura apareció ante él. Al estar a contraluz le costó un poco reconocerla, pero pronto se dio cuenta de que era a quien buscaba.

–¿Qué haces por aquí a estas horas? ¿Le ocurre algo a tu familia?
–No, señor, todos están bien. Es otra cosa…
– Hmmm, nada grave espero. Estás sudando, con éste viento. Pasa y siéntate junto al fogón, no querrás ponerte enfermo. – El médico cedió el paso al joven, que no dudó en hacer caso a las instrucciones del médico. – Y bien, ¿qué es lo que te trae hasta aquí entonces? – dijo el médico mientras cerraba la puerta.
–Veréis, doctor, sois la persona más culta que conozco, y pensé que quizás me podrías ayudar con algo que encontré esta noche. Pero quizás debieras apagar las luces para poder contemplarla mejor…
–Me intrigas. Te conozco desde que no levantabas poco más de medio metro del suelo y sé que no me tomarías el pelo. Está bien, veamos qué es lo que traes contigo.

El médico se acercó a las dos lámparas de aceite que iluminaban la habitación y bajó todo lo que pudo la llama del fogón sin permitir que ésta se apagara, tras lo cual se sentó enfrente del muchacho. “Bien, ya ésta, ¿qué es lo que tengo que ver?” El muchacho soltó de su cinto la bolsa y la depositó con cuidado sobre la mesa que había entre él y el médico, sujetó el cordón y deshizo el pobre nudo que la cerraba. Una débil luz empezó a escapar por entre los pliegues de la boca de la bolsa. “Pero qué…” El muchacho abrió del todo la bolsa, y la luz surgió ahora como una tromba imposible de parar, iluminando todo el techo que había sobre ella. Los ojos del médico estaban ya abiertos como platos, casi tanto como su boca. El joven terminó de abrir la bolsa y liberó en su totalidad a la luz. Toda la habitación disfrutaba ahora de la claridad que antes había inundado el claro en la hondonada. La fuente de la luz reposaba flotando a menos de un dedo por encima de la superficie vacía de la bolsa. El médico esta estupefacto, tardando unos instantes en reaccionar. Miró atónito al joven a la par que señalaba la luz. Intentó pronunciar unas palabras, pero no pudo más que emitir extraños gruñidos. Volvió su vista de nuevo a la centella sobre su mesa. Acercó su cabeza, intentado como hiciera antes el muchacho distinguir forma alguna, sin mayor éxito del que obtuvo antes el joven. Sacudió su cabeza mientras se llevaba las manos a la boca. Miró de nuevo al chico y se frotó los ojos, como si así pudiera aclarar su vista o eliminar algo que tuviera en ellos y que le hiciera ver lo que no podía ser. Pero al retirar sus dedos todo seguía igual.

–¿Qu-qué es esto que traes ante mi? ¿Qué artilugio o prodigio es éste?
–Lo encontré en la hondonada, en los campos del este, señor, bueno, de hecho, ella me encontró a mí mientras estaba allí tumbado. ¿Sabéis lo que es?
–¿Que si sé…? Hijo, es la primera vez que veo algo así. Es más, dudo mucho que nadie lo haya visto antes. Es algo extraordinario, es tan… brillante, y sin embargo no emite más calor del que pudiera parecer agradable a la piel más delicada. Es fantástico.
–Entonces ¿no me podéis ayudar? No sé qué debo hacer con ella.
–No, esto me supera, pero hay una persona que sabe más de estas cosas que yo. Tú le conoces, aunque es posible que no lo recuerdes. Eras demasiado joven cuando te topaste con él. Vive en los montes, al norte, o al menos eso dicen, aunque dudo mucho que nadie sepa indicarte exactamente dónde. Una cosa sí que te puedo decir, y es que no se la muestres a nadie en el pueblo, ni siquiera al consejo de sabios, pues la gente aquí es muy temerosa de este tipo de cosas, y es muy fácil que se deshagan de este prodigio y que tomaran represalias contra ti y tu familia. No, has de partir, y cuanto antes. Guarda la luz y ve a la cocina, yo buscaré mi petate para que puedas guardar ahí todo lo necesario.
–Pero mi familia… mi trabajo en el campo…– murmuró el joven mientras guardaba la luz de nuevo en la bolsa.
–No te preocupes por ellos, ya me encargaré yo de todo. Para ellos habrás partido para hacerme a mí un recado muy urgente e importante, ya me encargaré de que no tomen luego represalias contra ti. ¿Sabes si necesita algo para… comer o lo que sea que haga?
–Pues la verdad es que no. Tengo la vaga sensación de que sólo necesita cierta oscuridad para poder brillar, pero ignoro si necesita alimentarse.
–Bueno, supongo que lo averiguaras sobre la marcha. Toma aquí tienes el petate. He guardado en él una pequeña manta con la que podrás abrigarte y unas ropas limpias para que puedas cambiarte de vez en cuando. No te preocupes, sé que lo cuidarás lo mejor que puedas. Ahora coge de ese armario un par de longanizas, el trozo de queso que hay y una pieza de pan. Estará un poco duro, pero es lo único que puedo darte ahora mismo. Ten, guarda también esta bota. La he llenado con agua, no te hagas ilusiones, eres demasiado joven para disfrutar de la manera adecuada del vino. ¿Ya lo tienes todo? – El joven sólo pudo mover la cabeza de manera afirmativa – Bien, pues ha llegado la hora de que te vayas. Has de partir esta misma noche, no puedes esperar a que salga el sol. Recuerda, has de ir a los montes del norte. Dudo mucho que te encuentres con nadie de camino. Ten sobre todo cuidado cuando estés cerca de las lindes del bosque, ya sabes que hay bastantes animales salvajes morándolo, y no queremos que te encuentres con ellos.

El médico se dirigió hacia la puerta, abriéndola con presteza. “Parte ya, muchacho, vamos, no es hora de hacerse el remolón.” El muchacho aún no se creía lo que estaba pasando. Hacía poco más de media hora que había llegado a la casa del médico y ahora la abandonaba camino al norte, no a su casa, en una misión que aún no había terminado de comprender y con la sensación de que le faltaban cosas en su apresurado petate. Comenzó el descenso de la colina por su lado norte cuando oyó un quejido a su espalda “¡Ay, maldita butaca!” Y las luces de las lámparas volvieron a verse a través de las ventanas de la casa del médico.

Continuará...

martes, 26 de mayo de 2009

Segunda parte

Lo prometido es deuda. He aquí la segunda parte del relato que puse hace unos días. Espero que os guste,

Alex




Fue hace no mucho cuando aquel muchacho encontró aquél fantástico ser, si es que de un ser se trataba. Se encontraba de camino a su hogar tras una dura jornada de trabajo en el campo. La noche comenzaba a asomar oscureciendo ya gran parte del cielo cuando aún se encontraba lejos de su casa. Sólo él se encontraba en aquel camino cuando decidió hacer un descanso y, aprovechando que al día siguiente no tendría que volver a la labor, disfrutar de la belleza que las noches de verano de aquel lugar ofrecían. Con tal fin se alejó del camino y se tumbó bajo un árbol a descansar. La luna brilla creciente en el cielo, pudiendo apreciarse su parcial esplendor reflejado en unas pequeñas lagunas que había a lo largo del campo. La visión de aquella maravilla siempre le relajaba. Sus ojos empezaban a cerrarse. De pronto, continuas ondulaciones empezaron a formarse en el agua. Un frío viento del norte se estaba levantando. Las ropas sudadas durante todo el día eran livianas y a duras penas le protegían de aquel frescor que comenzaba a levantarse, así que decidió buscar un sitio un poco más resguardado para descansar.

No muy lejos de donde se encontraba existía una pequeña hondonada rodeada de árboles no muy altos, lo suficiente como para cortar el viento y permitir usar aquel espacio como refugio, pero no impedir contemplar el firmamento tal y como él deseaba. La tierra estaba cubierta por un espeso manto de hierba, por lo que al recostarse sobre el suelo notó una placentera comodidad. Con la cabeza apoyada sobre sus manos, volvió su vista hacia las estrellas. La cantidad de puntos brillantes en la oscuridad de la noche era ahora mayor, pudiéndose apreciar con gran facilidad las distintas constelaciones de aquel mes veraniego, si bien su atención se centraba siempre en una de ellas. Trece estrellas formaban el cuerpo de ésta, si bien muchas estrellas menores estaban encerradas en la imagen formada siglos atrás por los antiguos sabios, trece estrellas que conformaban la constelación de Draco. No había una explicación lógica para aquella predilección. No era ni la más brillante, ni la más hermosa de entre todas. Simplemente había algo en la mitología de su creación que le atraía. En ella, el dragón Ladón era el guardián del jardín de las Hespérides, donde encontró muerte a manos de Hércules cuando este fue allí a robar el fruto del árbol de Gaia. Hera, sintiendo la gran pérdida de su fiel guardián envió el cuerpo de éste al cielo, alrededor del polo norte. Desde entonces, todos los dragones del mundo, desean poder seguir el ejemplo de Ladón y ganarse el favor de los dioses para que éstos les concedan un lugar junto a él entre las estrellas. Era este sueño, esta esperanza de un bien superior posterior, lo que le animaba y permitía seguir con el cotidiano día a día.

Con esa imagen en la cabeza se le entrecerraron los ojos, cayendo en un leve letargo. Sueños de fantasía y seres mitológicos se cruzaban por su mente cuando súbitamente se despertó. No fue un sobresalto, simplemente abrió los ojos y tomó conciencia de nuevo de quién era y dónde estaba. Suspiró de manera profunda por el pasajero sentimiento de pena que atravesó su corazón y volvió de nuevo su vista hacia las estrellas. Pero… algo era distinto. Había una luz que no le era familiar entre las estrellas de Draco, y no sólo eso… ¡Se movía! Aquella pequeña luz se movía por entre sus congéneres de manera lenta y aleatoria, sin seguir un rumbo fijo, como si de un copo de nieve que cayera lentamente se tratara. Y como tal fue acercándose más y más hasta donde él estaba.

No podía salir de su asombro al ver lo que estaba sucediendo. Aquella luz estaba cada vez más cerca, pero no aumentaba su tamaño, ni su luz se hacía tampoco más intensa. No pudo menos que incorporarse, como si con ello consiguiera una mejor posición para observarlo todo. Frotó con energía sus ojos, intentando borrar de ellos lo que no podía por menos pensar era un espejismo. La luz estaba ya cerca. Alzó sus manos hacia la luz para recogerla en su caída. Poco antes de que se posara en ellas, notó el tibio calor que ésta despedía. Con ella ya sobre sus palmas, bajo sus manos hasta la altura de sus ojos para contemplar aquel fenómeno. Instintivamente cerró los ojos, pensando que se quemarían ante una luz cegadora como sería la propia de una estrella, pero abrió los párpados un poco y pudo comprobar que nada más lejos de la realidad. La luz que emitía, si bien tremendamente clara, no era en absoluto molesta, y menos aún dolorosa. Intentó apreciar alguna forma o contorno, tratando de discernir que era aquello que estaba entre sus manos. No fue capaz, por mucho que forzó su vista, de ver silueta alguna, ni el más mínimo resquicio.

Sin embargo, algo le impulsó a acercar la luz a su corazón, contra su pecho. Y fue en ese mismo instante cuando conoció la verdadera naturaleza de aquella luz, cuando el tibio calor que sentía en sus manos se transformó en una ardiente pasión en su corazón. La luz desapareció dentro él, haciendo que hasta la última célula de su cuerpo despidiera ahora ese calor. Su cuerpo empezó a emitir un leve destello, como si aquella luz y él mismo fueran ahora un único ser. Y en parte así era. Envuelto en aquella nueva sensación, no pudo más que dejarse llevar, cerró sus ojos y echó su cabeza hacia atrás, intentando sentir de la forma más completa lo que le estaba pasando, apartando el resto de sus sentidos del mundo que le rodeaba. Aquello no duró más que unos segundos, pero para él fue toda una vida. Exhaló el aire que aún contenían sus pulmones, momento en el cual la luz volvió a aparecer por su pecho, si bien la sensación de calidez no le abandonó. Abrió los ojos y contempló de nuevo la luz, que estaba deslizándose lentamente hacia el suelo. La recogió entre sus manos otra vez. Su luz ahora no era tan intensa, pero aún así le seguía resultando imposible distinguir forma alguna. Aunque ya eso daba igual.

Continuará...

miércoles, 20 de mayo de 2009

Sin título

Hace ya poco más de un mes de la última entrada en este blog. La dejadez tiene su explicación, aunque no es este el momento para explicarla.

Esta noche he querido retomarlo publicando lo que podría denominarse como la primera parte de una historia, un relato corto, no sé si inacabado aún, aunque no pongo hoy todo lo que escribí del mismo. Espero que quienes lo leáis, lo disfrutéis.

Gracias por vuestra paciencia,

Alex




La noche era oscura, y no sólo por la luna nueva. Densas nubes cubrían casi por completo el cielo nocturno, no dejando ver más que la luz de alguna que otra estrella. El frío viento del norte no era más que otra señal del crudo invierno que se avecinaba. Nada se podía ver en el horizonte desde la más alta de las colinas del lugar, nada salvo una pequeña luz que se escapaba a la densidad de los bosques que cubrían aquel deshabitado paraje. Aquella luz provenía de una pequeña hoguera hecha en uno de los pocos claros que se podían encontrar en el bosque. Alimentada por pequeñas ramas amontonadas de manera un tanto precaria, aún seguiría dando luz y algo de calor durante un par de horas más, lo justo para que la luz del nuevo día empezara a abrirse paso en el horizonte. Junto a aquel fuego reposaba un muchacho joven. Las ropas que vestía le proporcionaban a duras penas el resguardo necesario para soportar aquella fría noche en el monte. Estaba tumbado de cara al fuego, usando su pequeño equipaje a modo de almohada, con la mirada fija en la crepitante luz.

Cualquiera que viera a aquel joven en ese momento pensaría que se trata de alguien que se ha perdido en el denso bosque y que intenta pasar de una manera más o menos cómoda la noche para intentar al día siguiente encontrar la salida del mismo y poder continuar así su camino. Pero nada más lejos de la realidad. Aquel joven había buscado aquel lugar de manera intencionada. Necesitaba un lugar apartado, donde ninguna otra persona pudiera ver lo que pretendía hacer. No, nadie entenderia lo que iba a suceder. La mayoría de la gente que conocía tacharía de brujería o de magia negra o cualquier cosa parecida lo que él iba a llevar a cabo. Y sin embargo era algo tan sencillo y a la vez maravilloso para él...

Una pequeña ráfaga de aire se coló entre los arboles del claro y le hizo estremecerse. Intentó en vano acurrucarse un poco más cerca del fuego. "Ya casi es la hora de todos modos...". Se incoroporó de manera pausada, recogiendo la manta sobre la que había estado tumbado y echándosela sobre los hombros. Se acercó al pequeño bulto que era su petate y rebuscó en él durante un buen rato, como si lo que necesitara de él no se encontrara en su interior. Cuando por fín lo encontró, una expresión de alivio se dibujó en su cara. Sacó sus manos del bulto. Oculto en ellas había algo que trataba con sumo cuidado, como si tuviera miedo de romperlo a la más mínima presión de sus dedos. Acercó su cara a sus manos y abrió levemente la cavidad que éstas formaban para examinar su interior. En ese momento una intensa luz escapó de entre sus dedos, una luz que por unos instantes iluminó todo el claro, elimando hasta la más nimia de las sombras.

"Pronto todo habrá acabado, no te preocupes" - se dijo a sí mismo. Tras estas palabras acercó sus manos a una bolsita que pendía de su cinto y, con mucho cuidado, depositó allí lo que sus manos contenían. Afianzó la bolsa al cinto y se dispuso a partir, dejando atrás el pequeño campamento en el que había descansado. Inició su marcha hacia el punto más alto de aquella colina. A pesar de lo denso que era aquel bosque y lo cerrada que era aquella noche, no tardó mucho en alcanzar la cima. El terreno allí era muy rocoso, tanto que ningún árbol había podido coronarlo, y a duras penas alguna que otra brizna de hierba. El viento soplaba con fuerza, libre de la resistencia de ninguna rama, helando poco a poco la cara descubierta del muchacho. Con paso firme avanzó sobre las rocas hasta llegar a la que coronaba la cima. Aquella gran roca, que apenas se levantaba medio metro por encima del resto, estaba cubierta por una gruesa capa de musgo, el cual hacía que pisar sobre ella le resultara cómodo.

Había llegado a su destino, poco quedaba ya por hacer. Alzó la cabeza escrutando el cielo. La noche aún reinaba los cielos, y las nubes cubrían por completo todo el firmamento casi hasta el horizonte, donde aún se podía apreciar el débil palpitar de alguna que otra estrella. "No esperaba que fuera a ser así. Ojalá la noche hubiera sido despejada y la luz de las estrellas hubieran podido ser testigos de lo que he de hacer, pero no hay tiempo, no puede ser demorado". Bajó la vista y las manos hacia la bolsa que colgaba de su cinto, deshizo el nudo del cordel que la unía a éste y, sosteniéndola con su mano izquierda, la alzó hasta que quedó a la altura de sus ojos. La escrutó durante unos instantes, inmóvil, como si pudiera ver a través de la gruesa tela de la bolsa y contemplar con claridad su contenido. Cerró los ojos y se acercó la bolsa al corazón. No quería hacerlo, pero sabía que no tenía más remedio. Cerró con más fuerza sus ojos, rogando para que todo aquello no fuera real, para que al abrirlos él no se encontrara allí, forzado a realizar algo que le apenaría de por vida. Las lágrimas empezaron a agolparse en la comisura de sus párpados, hasta que la primera de ellas brotó, recorriendo lentamente su mejilla para después caer libremente. Cuando esa pequeña gota de amargura tocó por fin el suelo, una fina lluvia empezó a caer.

Sentir las gotas de lluvia sobre su rostro le recordó dónde estaba. Abrió los ojos y separo de sí mismo la bolsa, sosteniéndola entre ambas manos. Lentamente se arrodilló y la depositó en el húmedo suelo. Habiendo liberado sus dos manos, aprovechó para abrir esta y sacar con cuidado, encerrándolo entre ellas, su contenido. De nuevo alzó sus manos, poniéndolas esta vez junto a sus mejillas, como si quisiera sentir en ellas el calor que pudiera desprender lo que sus dedos no dejaban escapar. “Te echaré de menos”. Otra lágrima recorrió el corto camino que eran sus mejillas. Alzó las manos al cielo, al igual que la cabeza, y en esa postura, abrió muy despacio la jaula que había creado con sus manos. Cuando separó el primero de sus dedos, la misma luz que había inundado aquella misma noche el claro donde había acampado, inundó aquel pico de tal manera que ni en el día más soleado había existido tanta claridad. Aún así, aquella luz no cegaba, no impedía mirar hacia su fuente, que se alzaba a pocos centímetros por encima de las manos ya abiertas. El muchacho retiró las manos para poder verla en toda su plenitud.

Allí estaba, frente a él seguramente por última vez. Cualquiera que la hubiera visto, la habría descrito de manera completamente distinta a cualquier otra persona, pues se presentaba de manera distinta ante los ojos de cada uno. Sólo había una cosa en la que todos coincidirían, y era la hermosura de aquella luz que irradiaba, que no dañaba a los ojos, sí no que calentaba el alma al contemplarla.


Continuará...