miércoles, 20 de mayo de 2009

Sin título

Hace ya poco más de un mes de la última entrada en este blog. La dejadez tiene su explicación, aunque no es este el momento para explicarla.

Esta noche he querido retomarlo publicando lo que podría denominarse como la primera parte de una historia, un relato corto, no sé si inacabado aún, aunque no pongo hoy todo lo que escribí del mismo. Espero que quienes lo leáis, lo disfrutéis.

Gracias por vuestra paciencia,

Alex




La noche era oscura, y no sólo por la luna nueva. Densas nubes cubrían casi por completo el cielo nocturno, no dejando ver más que la luz de alguna que otra estrella. El frío viento del norte no era más que otra señal del crudo invierno que se avecinaba. Nada se podía ver en el horizonte desde la más alta de las colinas del lugar, nada salvo una pequeña luz que se escapaba a la densidad de los bosques que cubrían aquel deshabitado paraje. Aquella luz provenía de una pequeña hoguera hecha en uno de los pocos claros que se podían encontrar en el bosque. Alimentada por pequeñas ramas amontonadas de manera un tanto precaria, aún seguiría dando luz y algo de calor durante un par de horas más, lo justo para que la luz del nuevo día empezara a abrirse paso en el horizonte. Junto a aquel fuego reposaba un muchacho joven. Las ropas que vestía le proporcionaban a duras penas el resguardo necesario para soportar aquella fría noche en el monte. Estaba tumbado de cara al fuego, usando su pequeño equipaje a modo de almohada, con la mirada fija en la crepitante luz.

Cualquiera que viera a aquel joven en ese momento pensaría que se trata de alguien que se ha perdido en el denso bosque y que intenta pasar de una manera más o menos cómoda la noche para intentar al día siguiente encontrar la salida del mismo y poder continuar así su camino. Pero nada más lejos de la realidad. Aquel joven había buscado aquel lugar de manera intencionada. Necesitaba un lugar apartado, donde ninguna otra persona pudiera ver lo que pretendía hacer. No, nadie entenderia lo que iba a suceder. La mayoría de la gente que conocía tacharía de brujería o de magia negra o cualquier cosa parecida lo que él iba a llevar a cabo. Y sin embargo era algo tan sencillo y a la vez maravilloso para él...

Una pequeña ráfaga de aire se coló entre los arboles del claro y le hizo estremecerse. Intentó en vano acurrucarse un poco más cerca del fuego. "Ya casi es la hora de todos modos...". Se incoroporó de manera pausada, recogiendo la manta sobre la que había estado tumbado y echándosela sobre los hombros. Se acercó al pequeño bulto que era su petate y rebuscó en él durante un buen rato, como si lo que necesitara de él no se encontrara en su interior. Cuando por fín lo encontró, una expresión de alivio se dibujó en su cara. Sacó sus manos del bulto. Oculto en ellas había algo que trataba con sumo cuidado, como si tuviera miedo de romperlo a la más mínima presión de sus dedos. Acercó su cara a sus manos y abrió levemente la cavidad que éstas formaban para examinar su interior. En ese momento una intensa luz escapó de entre sus dedos, una luz que por unos instantes iluminó todo el claro, elimando hasta la más nimia de las sombras.

"Pronto todo habrá acabado, no te preocupes" - se dijo a sí mismo. Tras estas palabras acercó sus manos a una bolsita que pendía de su cinto y, con mucho cuidado, depositó allí lo que sus manos contenían. Afianzó la bolsa al cinto y se dispuso a partir, dejando atrás el pequeño campamento en el que había descansado. Inició su marcha hacia el punto más alto de aquella colina. A pesar de lo denso que era aquel bosque y lo cerrada que era aquella noche, no tardó mucho en alcanzar la cima. El terreno allí era muy rocoso, tanto que ningún árbol había podido coronarlo, y a duras penas alguna que otra brizna de hierba. El viento soplaba con fuerza, libre de la resistencia de ninguna rama, helando poco a poco la cara descubierta del muchacho. Con paso firme avanzó sobre las rocas hasta llegar a la que coronaba la cima. Aquella gran roca, que apenas se levantaba medio metro por encima del resto, estaba cubierta por una gruesa capa de musgo, el cual hacía que pisar sobre ella le resultara cómodo.

Había llegado a su destino, poco quedaba ya por hacer. Alzó la cabeza escrutando el cielo. La noche aún reinaba los cielos, y las nubes cubrían por completo todo el firmamento casi hasta el horizonte, donde aún se podía apreciar el débil palpitar de alguna que otra estrella. "No esperaba que fuera a ser así. Ojalá la noche hubiera sido despejada y la luz de las estrellas hubieran podido ser testigos de lo que he de hacer, pero no hay tiempo, no puede ser demorado". Bajó la vista y las manos hacia la bolsa que colgaba de su cinto, deshizo el nudo del cordel que la unía a éste y, sosteniéndola con su mano izquierda, la alzó hasta que quedó a la altura de sus ojos. La escrutó durante unos instantes, inmóvil, como si pudiera ver a través de la gruesa tela de la bolsa y contemplar con claridad su contenido. Cerró los ojos y se acercó la bolsa al corazón. No quería hacerlo, pero sabía que no tenía más remedio. Cerró con más fuerza sus ojos, rogando para que todo aquello no fuera real, para que al abrirlos él no se encontrara allí, forzado a realizar algo que le apenaría de por vida. Las lágrimas empezaron a agolparse en la comisura de sus párpados, hasta que la primera de ellas brotó, recorriendo lentamente su mejilla para después caer libremente. Cuando esa pequeña gota de amargura tocó por fin el suelo, una fina lluvia empezó a caer.

Sentir las gotas de lluvia sobre su rostro le recordó dónde estaba. Abrió los ojos y separo de sí mismo la bolsa, sosteniéndola entre ambas manos. Lentamente se arrodilló y la depositó en el húmedo suelo. Habiendo liberado sus dos manos, aprovechó para abrir esta y sacar con cuidado, encerrándolo entre ellas, su contenido. De nuevo alzó sus manos, poniéndolas esta vez junto a sus mejillas, como si quisiera sentir en ellas el calor que pudiera desprender lo que sus dedos no dejaban escapar. “Te echaré de menos”. Otra lágrima recorrió el corto camino que eran sus mejillas. Alzó las manos al cielo, al igual que la cabeza, y en esa postura, abrió muy despacio la jaula que había creado con sus manos. Cuando separó el primero de sus dedos, la misma luz que había inundado aquella misma noche el claro donde había acampado, inundó aquel pico de tal manera que ni en el día más soleado había existido tanta claridad. Aún así, aquella luz no cegaba, no impedía mirar hacia su fuente, que se alzaba a pocos centímetros por encima de las manos ya abiertas. El muchacho retiró las manos para poder verla en toda su plenitud.

Allí estaba, frente a él seguramente por última vez. Cualquiera que la hubiera visto, la habría descrito de manera completamente distinta a cualquier otra persona, pues se presentaba de manera distinta ante los ojos de cada uno. Sólo había una cosa en la que todos coincidirían, y era la hermosura de aquella luz que irradiaba, que no dañaba a los ojos, sí no que calentaba el alma al contemplarla.


Continuará...

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