lunes, 27 de octubre de 2008

Cuando Icaro se acercó a las estrellas

... un extraño calor debía recorrer su cuerpo, y fue quizá esa creciente calidez la que le impulsaba a seguir ascendiendo hasta alcanzar el paraíso en el cielo. Pero ¿quién dice que cayó al mar y allí pereció? Todo lo que encontró su padre Dédalo fueron las alas medio deshechas en el agua, ni rastro del cuerpo de su hijo.


Hoy quiero pensar que la fábula no acabó tal y como nos la han contado. Prefiero pensar que Ícaro sí que alcanzó el cielo, se situó entre las estrellas, pudiendo contemplar las estrellas en todo su esplendor. Quizás una vez allí, siendo innecesarias ya sus alas, pues se encontraba ya bajo el amparo de celestiales criaturas, arrojó éstas al mar, donde las encontró más tarde su padre, induciéndolo a pensar en la muerte de su hijo.

Pero ¿qué vería Ícaro allí arriba? Descubriría seguramente que aquella a la que ama se encontraba ahí, más allá de las nubes que recorren el cielo, iluminando con su brillo la noche. Vería que la calidez de su rostro, la hermosura de su mirada, la sinceridad de su sonrisa eran más que suficientes para dar luz a mil mundos como aquel del que provenía.

Pero también vería que tras aquel rostro bañado en luz, una débil chispa de tristeza embargaba aquellos ojos que le habían seguido en su ascensión. Una lágrima contenida que heriría amargamente el corazón de Ícaro, pues éste querría a toda costa poder acabar con lo que provocara tal amargura. Y es probable que esa fuera y no otra la razón por la que prefirió arrojar las alas que le habían llevado hasta ese lugar, pues cayó enamorado ante humanidad que aquel ser maravilloso había demostrado y ya nada podría hacer que quisiera abandonar el lugar donde moraba su amor. Así su destino fue desde entonces perseguir el consuelo y la felicidad de aquella que era su amada, entregando su corazón sin reserva, pues sabía que si alguna vez lo conseguía, su vida habría sido plena.



Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.
Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!






       Con todo mi corazón,
Alex


miércoles, 22 de octubre de 2008

¿Música o emociones?


Quería haber escrito aquí mucho más de lo que al final lo he hecho, pero no encontraba las palabras adecuadas para expresar lo que quería. Así que simplemente pongo la obra que más hondo ha calado en mi desde que apenas era un crío y la escuché por primera vez, y quizás sea por eso por lo que tantas veces he escondido tras sus notas mis sentimientos, y es con la que ahora mismo me siento más afín.



He escogido ésta versión y no otra porque, si bien el video como tal no es el mejor del mundo, la interpretación es, a mi gusto, una de las que mejor reflejan el espirítu de la sonata (o mejor dicho, lo que creo que debe reflejar).

Espero que la disfrutéis.

Alex

sábado, 18 de octubre de 2008

La vida de una persona es en ocasiones como el viaje de un planeta alrededor del universo. A pesar de que un planeta gira sobre sí mismo, como la propia vida del hombre, un planeta también gira alrededor de una estrella, como la vida de cualquier persona, aunque muchas veces a ésta le cuesta darse cuenta de sobre qué estrella gira su vida.


La vida de una persona está llena de imprevistos, algo que la mayoría de la gente negaría de una enorme roca que se dedica a dar vueltas y más vueltas sobre otra roca incandescente. Nada más lejos de la realidad.

Al igual que el hombre, un planeta se topa en su viaje con eventos que alteran brevemente su viaje. Tal es el caso, por ejemplo, de las lluvias de estrellas, causadas por el pasar del planeta cerca o a través de un cinturón de asteroides, o la visita de sus hermanos pequeños, los cometas, que precisamente por ser muy esporádicas, son todo un acontecimiento.

Otros eventos no son tan predecibles o constantes: un meteorito entrometido puede golpear la superficie del planeta como una noticia poco esperada la vida de un hombre, o bien ser algo inesperado y hermoso como una gran estrella fugaz que recorra durante segundos nuestra vida.

La propia estrella sobre la que gira el planeta puede dar alguna sorpresa también. Una llamarada solar puede alterar la faz del planeta y cambiar éste por completo, o bien acariciar cálidamente su atmósfera y crear bellos efectos visuales a modo de auroras, como los cambios en aquella persona que amamos pueden cambiar nuestra vida para siempre, o bien hacerla más grata y placentera.

Pero uno de los momentos más hermosos y más misterioso quizás se produce cuando otro cuerpo celeste se interpone entre el planeta y su estrella. Poco a poco, la luz de ésta decae hasta hacerse prácticamente invisible al planeta. Sólo un débil contorno brillante nos recuerda que la estrella sigue ahí, paciente, deseosa de volver a mostrarse. Y con el tiempo, como si de un nuevo amanecer se tratara, comienza a revelarse hasta alcanzar de nuevo todo su esplendor. Así mismo, la vida de una persona se ve muchas veces eclipsada por acontecimientos que le hacen perder de vista el camino que ha de seguir, pero si tiene la suficiente paciencia, el propio camino se muestra ante él como si siempre hubiera estado ahí, esperándole.


Ahora sólo puedo añadir una cosa que un día leí:

Tú, que eclipsaste mi vida, sé ahora la luz que guía mi camino.


martes, 7 de octubre de 2008

Otro relato...

La noche se cernía sobre el bosque. Nubes de tormenta cubrían un cada vez más oscuro cielo. Aun así, la débil luz de las estrellas y la luna llegaban a un pequeño claro en el bosque. La silueta de un lobo se dibujaba sobre los límites del claro. Al llegar al borde del claro, el lobo se detuvo. No, no se trataba de un joven lobezno, las marcas en su hocico y su lomo hacían patentes las distintas refriegas en las que se había tenido que ver ya envuelto y que habían hecho de él un animal más cauto y paciente. Pero no aquella noche. Con paso lento pero firme comenzó a adentrarse en el claro, dirigiéndose directamente al centro del mismo. Sabía que corría un riesgo tremendo exponiéndose con tanta claridad ante los demás habitantes de aquel bosque. Si bien los de su raza se encontraban entre los más temidos del lugar, no era aconsejable andar sólo y desprotegido, sin contar con el apoyo del resto de la manada. Pero no aquella noche. Nada importaba aquella noche.

El lobo se detuvo al llegar al centro del claro. Un fuerte y fugaz aleteo se oyó a su espalda, seguido de manera inmediata por el quejumbroso chillido de dolor de un pequeño animal, seguramente un conejo. En otra ocasión abría acudido raudo hacia aquel lugar para intentar arrebatar aquella presa a quien fuera. Pero no aquella noche. El canto de las aves nocturnas así como la llamada de algún congénere eran el leve ruido de fondo que ahora copaba la noche. Nada fuera de lo normal, nada a lo que prestar mayor atención o que pudiera distraerle más de lo que ya de por sí estaba. Olfateó levemente el suelo, intentando corroborar con su adiestrado olfato si se encontraba en el lugar que debía. No había duda, aquel olor se había grabado muy dentro en su interior. Una leve brisa se levantó en el claro, arrebatándole el poder recrearse por más tiempo en aquella sensación. Su pelo se erizó levemente ante el inesperado frío traído por aquel leve viento.

Miró por unos segundos el suelo donde se encontraba. Con unos rápidos movimientos de sus patas delanteras apartó un par de piedras que se encontraban allí, las necesarias para incomodarle. Tras retirarlas, se tumbó lentamente en aquel mismo lugar, haciendo de su cuerpo una especie de ovillo para soportar mejor aquel soplo de aire. Para alguien que llegara ahora mismo a aquel claro, le parecería que la sombra que se encontraba en su centro estaría descansando, lo cual en otro momento hubiera sido correcto. Pero aquella noche no. El lobo no tenía sus ojos cerrados, ni siquiera su cabeza descansaba de una manera completamente cómoda sobre sus patas, tal y como pasaría si estuviera descansando. Sus ojos se encontraban fijos en un punto de la linde del bosque. Buscaban una sombra, una silueta familiar, algo que sabía a ciencia cierta que no estaría allí. Aquella noche no. Ni ninguna otra ya.

El lobo alzó la mirada al cielo medio encapotado. La lluvia podía comenzar en cualquier momento, lo que en circunstancias normales le induciría a buscar cobijo rápidamente para que no se mojara su pelaje. Le resultaba demasiado molesto estar mojado con unas temperaturas que comenzaban a ser bastante bajas. Pero aquella noche no. Las estrellas podían verse con bastante claridad a través de los numerosos claros que había entre las nubes. No sabía donde debía buscar exactamente. De cachorro le habían enseñado que allí, entre aquella titilantes luces se encontraban aquellos que nos son queridos y nos faltan, pero no cómo identificar dónde exactamente. El cielo era tan grande… Cerró durante un segundo los ojos, intentando recordar aquella forma, aquel olor. Volvió a alzar la mirada hacia el cielo y como si siempre hubiera estado allí, la forma de sus recuerdos empezó a dibujarse entre las estrellas, estática, con todo el esplendor que él recordaba aumentado por la luz de quienes la conformaban. El lobo habría querido llorar, pero eso no era posible. No tenía lacrimales que se lo permitieran. Hubiera aullado con toda la fuerza de su corazón a aquella forma, pero no quería hacer partícipe a nada ni a nadie de aquel dolor que le corroía. Simplemente se conformó con permanecer allí, impasible, con los ojos fijos en el cielo, recordando.

Una gota cayó sobre su cara, seguida de otra, y otra más. Una tenue lluvia había comenzado a caer. Pronto su pelaje se encontraba completamente mojado, pero no se inmutó. Eran aquellas gotas de agua para él un regalo de la naturaleza que le permitían simular las lágrimas que él no podía derramar y, entrecerrando los ojos, dejó que cayeran por ambos lados de su hocico, permitiendo que el dolor que le apretaba el pecho saliera a flote y poder así desahogarse.

En otras circunstancias, el lobo habría estado alerta aún a pesar de estar descansando y habría notado que una presencia se acercaba lentamente hacia él. Un olor familiar y embriagador llegó muy débil hasta su nariz. No le dio mayor importancia. Aquel lugar estaba impregnado de ese aroma para él. La lluvia cesó de repente. No había más lágrimas que derramar por el momento. Tras tomar un par de bocanadas de aire, empezó a abrir los ojos de nuevo. Para su sorpresa una forma se hallaba ante él. Por unos instantes creyó que aún estaba imaginando ver la familiar silueta entre las estrellas, pero pronto cayó en la cuenta de que no estaba mirando al cielo, sino al frente. Parpadeó un par de veces para intentar aclarar las gotas que aún recorrían sus ojos y no le permitían ver con la suficiente claridad mientras que con su olfato trataba de identificar a quien tenía delante. No podía ser, sus sentidos le engañaban. La sombra se acercaba lentamente a él, encontrándose ya a un par de zancadas de distancia. Pero el lobo no hizo amago de moverse. Su cuerpo no podía reaccionar ante lo que creía tener delante. La forma ya estaba prácticamente a su lado. No cabía duda ya. La forma de una joven loba se había terminado de formar. Ésta acercó lentamente su hocico al del lobo y contempló su rostro. El lobo estaba perplejo y no pudo más que permanecer inmóvil mientras que una extraña sensación de calor comenzaba a recorrer su cuerpo. La joven loba olfateó suavemente el olor que emitía el lobo, entremezclado con el de las gotas de lluvia que habían cubierto su rostro hasta hacía un minuto. Con mucha delicadeza, la loba comenzó a lamer el hocico del lobo, como si con ello estuviera secando las lágrimas que para él habían sido las gotas de lluvia. Cuando hubo acabado, se recostó junto al lobo, tan cerca de él que ella pudo sentir cómo su corazón latía apresuradamente y como una especie de aura cálida que comenzaba a emanar la cubría protegiéndola de la cada vez más fría noche. El hocico de la loba descansó junto al hocico de él. Ella cerró los ojos y entró en un plácido y profundo sueño, consciente de que allí, aquella noche, nada malo podría ocurrirles.

En otras circunstancias, habría olido a quien yacía a su lado, y se habría dado cuenta de que su mente había enloquecido, que nadie estaba junto a él, que el olor que había creído captar provenía del suelo en el que estaba tumbado, que la sombra que había visto no era más que los arbustos moviéndose en el bosque, que las caricias en su hocico no habían sido más que el viento secando la lluvia en su cara. Pero aquella noche no. Aquella noche el lobo se rindió ante un sueño y durmió plácidamente.

Con la llegada del nuevo día, los primeros animales aparecieron por el claro, pero ninguno de ellos se encontró con aquel lobo. Había desaparecido para siempre junto a su sueño. Cuentan entre los más sabios de la manada que desde aquella noche una nueva constelación brilla en el firmamento.