martes, 7 de octubre de 2008

Otro relato...

La noche se cernía sobre el bosque. Nubes de tormenta cubrían un cada vez más oscuro cielo. Aun así, la débil luz de las estrellas y la luna llegaban a un pequeño claro en el bosque. La silueta de un lobo se dibujaba sobre los límites del claro. Al llegar al borde del claro, el lobo se detuvo. No, no se trataba de un joven lobezno, las marcas en su hocico y su lomo hacían patentes las distintas refriegas en las que se había tenido que ver ya envuelto y que habían hecho de él un animal más cauto y paciente. Pero no aquella noche. Con paso lento pero firme comenzó a adentrarse en el claro, dirigiéndose directamente al centro del mismo. Sabía que corría un riesgo tremendo exponiéndose con tanta claridad ante los demás habitantes de aquel bosque. Si bien los de su raza se encontraban entre los más temidos del lugar, no era aconsejable andar sólo y desprotegido, sin contar con el apoyo del resto de la manada. Pero no aquella noche. Nada importaba aquella noche.

El lobo se detuvo al llegar al centro del claro. Un fuerte y fugaz aleteo se oyó a su espalda, seguido de manera inmediata por el quejumbroso chillido de dolor de un pequeño animal, seguramente un conejo. En otra ocasión abría acudido raudo hacia aquel lugar para intentar arrebatar aquella presa a quien fuera. Pero no aquella noche. El canto de las aves nocturnas así como la llamada de algún congénere eran el leve ruido de fondo que ahora copaba la noche. Nada fuera de lo normal, nada a lo que prestar mayor atención o que pudiera distraerle más de lo que ya de por sí estaba. Olfateó levemente el suelo, intentando corroborar con su adiestrado olfato si se encontraba en el lugar que debía. No había duda, aquel olor se había grabado muy dentro en su interior. Una leve brisa se levantó en el claro, arrebatándole el poder recrearse por más tiempo en aquella sensación. Su pelo se erizó levemente ante el inesperado frío traído por aquel leve viento.

Miró por unos segundos el suelo donde se encontraba. Con unos rápidos movimientos de sus patas delanteras apartó un par de piedras que se encontraban allí, las necesarias para incomodarle. Tras retirarlas, se tumbó lentamente en aquel mismo lugar, haciendo de su cuerpo una especie de ovillo para soportar mejor aquel soplo de aire. Para alguien que llegara ahora mismo a aquel claro, le parecería que la sombra que se encontraba en su centro estaría descansando, lo cual en otro momento hubiera sido correcto. Pero aquella noche no. El lobo no tenía sus ojos cerrados, ni siquiera su cabeza descansaba de una manera completamente cómoda sobre sus patas, tal y como pasaría si estuviera descansando. Sus ojos se encontraban fijos en un punto de la linde del bosque. Buscaban una sombra, una silueta familiar, algo que sabía a ciencia cierta que no estaría allí. Aquella noche no. Ni ninguna otra ya.

El lobo alzó la mirada al cielo medio encapotado. La lluvia podía comenzar en cualquier momento, lo que en circunstancias normales le induciría a buscar cobijo rápidamente para que no se mojara su pelaje. Le resultaba demasiado molesto estar mojado con unas temperaturas que comenzaban a ser bastante bajas. Pero aquella noche no. Las estrellas podían verse con bastante claridad a través de los numerosos claros que había entre las nubes. No sabía donde debía buscar exactamente. De cachorro le habían enseñado que allí, entre aquella titilantes luces se encontraban aquellos que nos son queridos y nos faltan, pero no cómo identificar dónde exactamente. El cielo era tan grande… Cerró durante un segundo los ojos, intentando recordar aquella forma, aquel olor. Volvió a alzar la mirada hacia el cielo y como si siempre hubiera estado allí, la forma de sus recuerdos empezó a dibujarse entre las estrellas, estática, con todo el esplendor que él recordaba aumentado por la luz de quienes la conformaban. El lobo habría querido llorar, pero eso no era posible. No tenía lacrimales que se lo permitieran. Hubiera aullado con toda la fuerza de su corazón a aquella forma, pero no quería hacer partícipe a nada ni a nadie de aquel dolor que le corroía. Simplemente se conformó con permanecer allí, impasible, con los ojos fijos en el cielo, recordando.

Una gota cayó sobre su cara, seguida de otra, y otra más. Una tenue lluvia había comenzado a caer. Pronto su pelaje se encontraba completamente mojado, pero no se inmutó. Eran aquellas gotas de agua para él un regalo de la naturaleza que le permitían simular las lágrimas que él no podía derramar y, entrecerrando los ojos, dejó que cayeran por ambos lados de su hocico, permitiendo que el dolor que le apretaba el pecho saliera a flote y poder así desahogarse.

En otras circunstancias, el lobo habría estado alerta aún a pesar de estar descansando y habría notado que una presencia se acercaba lentamente hacia él. Un olor familiar y embriagador llegó muy débil hasta su nariz. No le dio mayor importancia. Aquel lugar estaba impregnado de ese aroma para él. La lluvia cesó de repente. No había más lágrimas que derramar por el momento. Tras tomar un par de bocanadas de aire, empezó a abrir los ojos de nuevo. Para su sorpresa una forma se hallaba ante él. Por unos instantes creyó que aún estaba imaginando ver la familiar silueta entre las estrellas, pero pronto cayó en la cuenta de que no estaba mirando al cielo, sino al frente. Parpadeó un par de veces para intentar aclarar las gotas que aún recorrían sus ojos y no le permitían ver con la suficiente claridad mientras que con su olfato trataba de identificar a quien tenía delante. No podía ser, sus sentidos le engañaban. La sombra se acercaba lentamente a él, encontrándose ya a un par de zancadas de distancia. Pero el lobo no hizo amago de moverse. Su cuerpo no podía reaccionar ante lo que creía tener delante. La forma ya estaba prácticamente a su lado. No cabía duda ya. La forma de una joven loba se había terminado de formar. Ésta acercó lentamente su hocico al del lobo y contempló su rostro. El lobo estaba perplejo y no pudo más que permanecer inmóvil mientras que una extraña sensación de calor comenzaba a recorrer su cuerpo. La joven loba olfateó suavemente el olor que emitía el lobo, entremezclado con el de las gotas de lluvia que habían cubierto su rostro hasta hacía un minuto. Con mucha delicadeza, la loba comenzó a lamer el hocico del lobo, como si con ello estuviera secando las lágrimas que para él habían sido las gotas de lluvia. Cuando hubo acabado, se recostó junto al lobo, tan cerca de él que ella pudo sentir cómo su corazón latía apresuradamente y como una especie de aura cálida que comenzaba a emanar la cubría protegiéndola de la cada vez más fría noche. El hocico de la loba descansó junto al hocico de él. Ella cerró los ojos y entró en un plácido y profundo sueño, consciente de que allí, aquella noche, nada malo podría ocurrirles.

En otras circunstancias, habría olido a quien yacía a su lado, y se habría dado cuenta de que su mente había enloquecido, que nadie estaba junto a él, que el olor que había creído captar provenía del suelo en el que estaba tumbado, que la sombra que había visto no era más que los arbustos moviéndose en el bosque, que las caricias en su hocico no habían sido más que el viento secando la lluvia en su cara. Pero aquella noche no. Aquella noche el lobo se rindió ante un sueño y durmió plácidamente.

Con la llegada del nuevo día, los primeros animales aparecieron por el claro, pero ninguno de ellos se encontró con aquel lobo. Había desaparecido para siempre junto a su sueño. Cuentan entre los más sabios de la manada que desde aquella noche una nueva constelación brilla en el firmamento.



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