
Pero el tiempo no entiende de esas cosas. Avanza, inexorable, sin tener en cuenta cómo nos sentimos, dilatándose de una forma cruel muchas veces en aquellos momentos en los que querríamos que se acelerara, y siendo extremadamente volátil cuando desearíamos que se eternizara.
A pesar de eso, el ser humano tiene una extraña capacidad: si se encuentra en determinada compañía, le gana la partida al tiempo, pudiendo hacer que el tiempo prácticamente se detenga si el instante es apropiado, o que pase fugaz si es preciso. Pero esta capacidad tiene una pega, y es que el tiempo necesita ser compensado. Así, tras otorgarnos una eternidad en compañía de un ser querido, inmediatamente nos recuerda que tan sólo fue un instante cuando esa persona ya no está, y lo que es peor, haciendo que cada tic-tac del reloj nos parezca igual de largo a como nos pareció aquel instante hasta que volvemos a ver a esa persona.
Es quizás por esta pequeña discrepancia con el pasar del tiempo que cada instante compartido en la distancia o junto a ciertas personas acaba pareciéndome tan largo un chasquido de dedos, mientras que la ausencia de esas personas hace que parezca que las agujas del reloj sean reacias a avanzar.

Me cuestionaba si era necesario que todo cambiara, que “evolucionara” como lo hacía. Leer determinados libros facilitó mi comprensión del término humanidad como ente único vivo, que se mueve y evoluciona arrastrando y moldeando su entorno, pero también el concepto de hombre como individualidad. Y si bien acepté como algo inevitable el primero, adopté el segundo como algo propio. Soy un ser único, que si bien forma parte de un ente mayor, no tengo que verme arrastrado por éste en todos los aspectos de la vida. Tengo la capacidad no sólo de pensar, sí no también de decidir y de equivocarme en mis decisiones. Es por eso por lo que decidí que mi edad no era importante, que sólo era una forma vana de medir un tiempo sin una finalidad clara. ¿Saber cuántas veces he dado la vuelta al sol? Eso es lo único que en realidad podría medir mi edad. Ni mi madurez, ni mi capacidad de pensar o sentir, no hay nada más que éste sujeto a eso. ¿Envejecer? Tampoco es cierto, dietas, ejercicios, accidentes naturales o no, operaciones,… Hay cientos, miles de cosas que pueden variar nuestra longevidad, así que eso no ha de ser lo realmente importante.
¿Qué es entonces lo importante? Cómo vivamos ese tiempo y cómo lo recordemos después. Puedo echar la vista atrás y enumerar cientos de cosas que me han pasado, de momentos que permanecerán ahí, tenga 21 o 61 años. ¿Acaso importa cuántas veces haya dado la vuelta al Sol? No, no lo creo. Habrá quien esgrima que no se vive cada año que pasa de la misma manera, que con el tiempo las costumbres cambian, y eso lo marca la edad… Eso es en parte cierto, pero es también una gran mentira. Cada día que pasa, cada segundo de ese día, cambiamos. No celebramos que hoy sea distinto que ayer, a pesar de que algo haga que nuestro comportamiento cambie. De lo contrario, tendríamos que darle la razón a Lewis Carroll y celebrar cada día nuestro no-cumpleaños.

Y da igual que tenga 33 que 70 años: para mi sólo cumpliré realmente 22 cuando esa referencia se quede obsoleta y haya dado un paso más.
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