domingo, 28 de septiembre de 2008

Un par de cuestiones de tiempo...

Querría aprovechar esta entrada para hacer dos reflexiones sobre el tiempo. No llevarán a ningún lado, como es habitual en mí, pero al menos me permitirán de nuevo dar salida a cosas que me rondan la cabeza y, en esta ocasión también, justificar una actitud frente a la vida que tomé hace tiempo.


Si hay algo en esta vida que no podemos evitar es el paso del tiempo. Todos, de una u otra forma, intentamos luchar contra ese imparable y a veces angustioso avanzar. Muchas veces lo afrontamos con alegría, con esperanza, con la vista puesta en el nuevo día. Otras lo hacemos añorando aquello que sucedió y que ya a duras penas tiene solución, perdiendo con la añoranza un tiempo que no volverá tampoco. Afrontamos cada reto que se nos plantea haciendo que cope la menor parte de nuestro tiempo si nos resulta desagradable, o procurando que cada segundo sea una eternidad si el momento nos es grato.

Pero el tiempo no entiende de esas cosas. Avanza, inexorable, sin tener en cuenta cómo nos sentimos, dilatándose de una forma cruel muchas veces en aquellos momentos en los que querríamos que se acelerara, y siendo extremadamente volátil cuando desearíamos que se eternizara.

A pesar de eso, el ser humano tiene una extraña capacidad: si se encuentra en determinada compañía, le gana la partida al tiempo, pudiendo hacer que el tiempo prácticamente se detenga si el instante es apropiado, o que pase fugaz si es preciso. Pero esta capacidad tiene una pega, y es que el tiempo necesita ser compensado. Así, tras otorgarnos una eternidad en compañía de un ser querido, inmediatamente nos recuerda que tan sólo fue un instante cuando esa persona ya no está, y lo que es peor, haciendo que cada tic-tac del reloj nos parezca igual de largo a como nos pareció aquel instante hasta que volvemos a ver a esa persona.

Es quizás por esta pequeña discrepancia con el pasar del tiempo que cada instante compartido en la distancia o junto a ciertas personas acaba pareciéndome tan largo un chasquido de dedos, mientras que la ausencia de esas personas hace que parezca que las agujas del reloj sean reacias a avanzar.



En unos días será de nuevo mi cumpleaños. Mucha gente se pregunta extrañada cuando me preguntan por mi edad por qué siempre digo lo mismo: 21. No, no intento engañarme a mí mismo, ni quiero bacilar a nadie, ni nada parecido. La razón es más bien distinta. Desde hace mucho, mucho tiempo, antes incluso de tener esa edad, siempre creí que el paso del tiempo era cruel. Lo veía a mi alrededor, no sólo en las personas, sí no también en todo lo que me rodeaba. La ropa, los aparatos, las casas, los animales, la gente y sus ideas… No era que la idea de que las cosas cambiaran. Muchas veces los cambios son buenos, otras simplemente necesarios. No, era distinto. Era la falsa “obligación” que parecía haber en todo a renunciar a ciertas cosas por ese avance. El niño al hacerse hombre debía renunciar a su inocencia o verse normalmente abocado a ser devorado por el mundo. Los animales, inconscientes como son de su situación, se veían forzados a vivir en condiciones cada vez más antinaturales…

Me cuestionaba si era necesario que todo cambiara, que “evolucionara” como lo hacía. Leer determinados libros facilitó mi comprensión del término humanidad como ente único vivo, que se mueve y evoluciona arrastrando y moldeando su entorno, pero también el concepto de hombre como individualidad. Y si bien acepté como algo inevitable el primero, adopté el segundo como algo propio. Soy un ser único, que si bien forma parte de un ente mayor, no tengo que verme arrastrado por éste en todos los aspectos de la vida. Tengo la capacidad no sólo de pensar, sí no también de decidir y de equivocarme en mis decisiones. Es por eso por lo que decidí que mi edad no era importante, que sólo era una forma vana de medir un tiempo sin una finalidad clara. ¿Saber cuántas veces he dado la vuelta al sol? Eso es lo único que en realidad podría medir mi edad. Ni mi madurez, ni mi capacidad de pensar o sentir, no hay nada más que éste sujeto a eso. ¿Envejecer? Tampoco es cierto, dietas, ejercicios, accidentes naturales o no, operaciones,… Hay cientos, miles de cosas que pueden variar nuestra longevidad, así que eso no ha de ser lo realmente importante.

¿Qué es entonces lo importante? Cómo vivamos ese tiempo y cómo lo recordemos después. Puedo echar la vista atrás y enumerar cientos de cosas que me han pasado, de momentos que permanecerán ahí, tenga 21 o 61 años. ¿Acaso importa cuántas veces haya dado la vuelta al Sol? No, no lo creo. Habrá quien esgrima que no se vive cada año que pasa de la misma manera, que con el tiempo las costumbres cambian, y eso lo marca la edad… Eso es en parte cierto, pero es también una gran mentira. Cada día que pasa, cada segundo de ese día, cambiamos. No celebramos que hoy sea distinto que ayer, a pesar de que algo haga que nuestro comportamiento cambie. De lo contrario, tendríamos que darle la razón a Lewis Carroll y celebrar cada día nuestro no-cumpleaños.

No se trata de aferrarse a un pasado mejor, sí no de ser conscientes de un momento de plenitud y evolucionar a partir de él, ser consciente de en qué aspectos se cambia y cuáles no se debe o desea cambiar. No es un punto donde quedarme anclado. Es un punto de referencia, una forma de recordarme cuáles son mis sueños, mis esperanzas, mis ideas e ideales, de tener presente que fallo, dónde y por qué, lo que sentí y quiero seguir sintiendo o procurar no volver a padecer.

Y da igual que tenga 33 que 70 años: para mi sólo cumpliré realmente 22 cuando esa referencia se quede obsoleta y haya dado un paso más.


No hay comentarios: